La hoguera crepita ruidosa, rompiendo la
quietud de la noche y acentuando la sensación de oscuridad, cuando la última
pieza cae sobre las abrasadoras llamas. Me quedo hipnotizado observando como
los diferentes componentes de la placa base se funden emitiendo un último y
agónico chirrido metálico que obliga al silencio de la noche a devolver una y
otra vez un eco macabro.
El amanecer desvanece de nuevo la noche,
ahuyentando momentáneamente el mal que ha invadido este plano existencial, y
recordándonos que la delgada línea que separa este mundo terrenal de esos otros
mundos oscuros y tenebrosos es mucho más delgada de lo que solemos imaginar.
El día había sido realmente desastroso.
Mientras la prima de riesgo amenazaba con salirse del gráfico, hundiendo en el
abismo económico la confianza que el mundo mundial tiene en este país, estado,
nación o lo que sea que seamos, alejándonos cada vez más del paraíso terrenal
que el neoliberalismo intenta vendernos y que, desgraciadamente, al acercarnos
lo suficiente y lograr rozarlo con la punta de los dedos se desvanece cual
espejismo baldío y yermo, devolviéndonos de un golpe, o mejor dicho de un
tijeretazo, a la cruda y desoladora realidad de aquellos que persiguiendo una
quimera se ven hundidos en fango de la desesperación.
El día avanzaba lentamente. El calor estival
derretía el asfalto y acentuaba la desagradable sensación de vivir cada día más
cerca del infierno. O quizá no fuese una sensación, sino una realidad que
convertía al famoso Dante en un profeta, o aún peor, en un iluminado mesiánico.
La verdad es que daba igual, todo se estaba yendo al carajo a pasos
agigantados. El tan cacareado y tecnológico siglo XXI, con sus adelantos
científicos, sus comunicaciones instantáneas y su economía globalizada tenía
pinta de no poder resistir más allá del próximo telediario, y eso no era desde
luego un consuelo, era incluso hasta un poco desmotivador; vamos que a nadie se
le ocurre seguir pensando en cómo llegar a final de mes y alimentar a varios
churumbeles famélicos cuando el mundo a tu alrededor envía señales definitivas
de que, al siguiente paso que des, el suelo que debería sustentarte desaparece
bajo tus pies precipitándote en una caída sin fin hacia un destino atroz y
espantoso... Pero bueno, el espectáculo debe continuar y hay que seguir
currando para mantener la pantomima teatral en la que se ha convertido esta
sociedad de consumo, un mundo virtual sin pies ni cabeza, que al acelerar el
día a día nos impide pensar en la que se nos viene encima.
El atardecer amenazaba con colorear de rojo
el horizonte. Café en mano observaba la puesta de sol desde la azotea del
edificio de oficinas donde trabajaba. La ley antitabaco había creado un nuevo
espacio de concurrencia, un lugar al aire libre donde los fumadores solían
reunirse para matar el gusanillo y de paso desconectar del estrés que generaba
estar delante del ordenador tanto tiempo. La mayoría de las oficinas de este
edificio albergaban empresas relacionadas con el mundo de la informática o el
tele-marketing. La verdad es que a esta hora no suele quedar casi nadie en el
edificio. La mayoría de los empleados se marchan antes de las cinco, por lo que
es extraño encontrar a alguien merodeando por aquí. Momento que suelo
aprovechar para subir y deleitarme con el espectáculo que ofrece desde hace
milenios este pequeño mundo cuando le da la espalda, en lo que se podría
entender como un acto de soberbia, a la toda poderosa estrella que ilumina este
rincón del universo.
Allí plantado, contemplando cómo los últimos
rayos de sol luchaban por mantener iluminado el firmamento, le di un último
trago al café ya frío y me dispuse a terminar mi jornada.
La sala de ordenadores, siempre bulliciosa, ahora
mantenía un extraño silencio. Alguien al marcharse había apagado varias hileras
de pantallas fluorescentes y la sala permanecía en su mayor parte en penumbra.
Me acerqué a mi mesa y encendí el flexo para iluminar mejor el escritorio,
quería terminar cuanto antes el informe sobre el nuevo virus informático que me
habían encomendado analizar. Normalmente no solía trabajar con este tipo de
programas, pero al estar la mayoría de los técnicos de vacaciones o liados
desentramando otros virus, al parecer, más peligrosos, me habían pasado este
encargo. Llevaba dos días estrujándome la cabeza y no conseguía traspasar la
primera barrera de protección. Normalmente todos los troyanos, gusanos o virus
informáticos se aferraban como parásitos al sistema operativo de turno,
normalmente Windows, y se aprovechan de éste para perpetrar todo tipo de
fechorías, infecciones y, en el mejor de los casos, bromas pesadas.
El cabrón infeccioso no se comportaba con la
lógica de los demás virus, parecía afectar directamente al hardware... Algo
desde luego incomprensible y técnicamente inviable. Se conocían mutaciones
defectuosas de gusanos que afectaban el firmware de discos duros y los
inutilizaban, pero nunca había oído hablar de infecciones de objetos físicos.
Una cosa es alterar el programa que gestiona
componentes y otra es interactuar con la materia de la que están formados estos
componentes. Pero no había duda. Ante mi tenía desmontada una tarjeta gráfica
extraída de su zócalo y podía ver perfectamente como la materia de la que
estaba compuesta… ¡se movía! Alterando lentamente su composición de manera
visible, como si su estructura molecular
estuviera siendo reordenada, reconstruida y tuviera..., vida propia. Ya sé que
parece una locura, lo reconozco, pero la evidencia se contrastaba al ritmo en
el que iba desmontando las piezas de mi ordenador y las colocaba nerviosamente
sobre la mesa de trabajo.
La fuente de alimentación, los ventiladores,
los cables de conexión, el disco duro, el ratón, el teclado y hasta el viejo
monitor de tubos catódicos palpitaban con vida propia ante mis ojos. Un amasijo
de tecnología, en principio inerte, comenzaba a mutar ante mis ojos, transformándose
en algo nuevo y terroríficamente acojonante. A cualquier otro le hubiera dado
un patatús, pero yo aprendí a templar los nervios y a mantener fija la mirada,
incluso, ante el mismísimo Belcebú, en la época en la que ejercí de voluntario
en los barrios marginales de La Mina, las Mil viviendas, La Barranquilla, en Sa
Penya o en chabolas como las de Penamoa, entre otras. Zonas sin ley donde la
vida pende de un hilo muy fino.

Por eso no consigo apartar la vista de la
hoguera improvisada que arde ruidosamente sobre la terraza del edificio de
oficinas donde trabajo, mientras se derriten y desaparecen las últimas piezas infectadas
de mi viejo ordenador.
Es extraña la capacidad que, desde tiempos
inmemoriales, han tenido las llamas para captar la atención del ser humano. El
chirriar metálico de algo que se arrastra llega hasta mis oídos y me devuelve a
la realidad. Parece ser que la infección se ha extendido a otros ordenadores
del edificio. Creo que voy a necesitar ayuda para terminar con este maldito
encargo…