sábado, 8 de septiembre de 2012

VIRUS MUTANTE


 

                                                                                                 La hoguera crepita ruidosa, rompiendo la quietud de la noche y acentuando la sensación de oscuridad, cuando la última pieza cae sobre las abrasadoras llamas. Me quedo hipnotizado observando como los diferentes componentes de la placa base se funden emitiendo un último y agónico chirrido metálico que obliga al silencio de la noche a devolver una y otra vez un eco macabro.

El amanecer desvanece de nuevo la noche, ahuyentando momentáneamente el mal que ha invadido este plano existencial, y recordándonos que la delgada línea que separa este mundo terrenal de esos otros mundos oscuros y tenebrosos es mucho más delgada de lo que solemos imaginar.

El día había sido realmente desastroso. Mientras la prima de riesgo amenazaba con salirse del gráfico, hundiendo en el abismo económico la confianza que el mundo mundial tiene en este país, estado, nación o lo que sea que seamos, alejándonos cada vez más del paraíso terrenal que el neoliberalismo intenta vendernos y que, desgraciadamente, al acercarnos lo suficiente y lograr rozarlo con la punta de los dedos se desvanece cual espejismo baldío y yermo, devolviéndonos de un golpe, o mejor dicho de un tijeretazo, a la cruda y desoladora realidad de aquellos que persiguiendo una quimera se ven hundidos en fango de la desesperación. 

El día avanzaba lentamente. El calor estival derretía el asfalto y acentuaba la desagradable sensación de vivir cada día más cerca del infierno. O quizá no fuese una sensación, sino una realidad que convertía al famoso Dante en un profeta, o aún peor, en un iluminado mesiánico. La verdad es que daba igual, todo se estaba yendo al carajo a pasos agigantados. El tan cacareado y tecnológico siglo XXI, con sus adelantos científicos, sus comunicaciones instantáneas y su economía globalizada tenía pinta de no poder resistir más allá del próximo telediario, y eso no era desde luego un consuelo, era incluso hasta un poco desmotivador; vamos que a nadie se le ocurre seguir pensando en cómo llegar a final de mes y alimentar a varios churumbeles famélicos cuando el mundo a tu alrededor envía señales definitivas de que, al siguiente paso que des, el suelo que debería sustentarte desaparece bajo tus pies precipitándote en una caída sin fin hacia un destino atroz y espantoso... Pero bueno, el espectáculo debe continuar y hay que seguir currando para mantener la pantomima teatral en la que se ha convertido esta sociedad de consumo, un mundo virtual sin pies ni cabeza, que al acelerar el día a día nos impide pensar en la que se nos viene encima.

El atardecer amenazaba con colorear de rojo el horizonte. Café en mano observaba la puesta de sol desde la azotea del edificio de oficinas donde trabajaba. La ley antitabaco había creado un nuevo espacio de concurrencia, un lugar al aire libre donde los fumadores solían reunirse para matar el gusanillo y de paso desconectar del estrés que generaba estar delante del ordenador tanto tiempo. La mayoría de las oficinas de este edificio albergaban empresas relacionadas con el mundo de la informática o el tele-marketing. La verdad es que a esta hora no suele quedar casi nadie en el edificio. La mayoría de los empleados se marchan antes de las cinco, por lo que es extraño encontrar a alguien merodeando por aquí. Momento que suelo aprovechar para subir y deleitarme con el espectáculo que ofrece desde hace milenios este pequeño mundo cuando le da la espalda, en lo que se podría entender como un acto de soberbia, a la toda poderosa estrella que ilumina este rincón del universo.

Allí plantado, contemplando cómo los últimos rayos de sol luchaban por mantener iluminado el firmamento, le di un último trago al café ya frío y me dispuse a terminar mi jornada.

La sala de ordenadores, siempre bulliciosa, ahora mantenía un extraño silencio. Alguien al marcharse había apagado varias hileras de pantallas fluorescentes y la sala permanecía en su mayor parte en penumbra. Me acerqué a mi mesa y encendí el flexo para iluminar mejor el escritorio, quería terminar cuanto antes el informe sobre el nuevo virus informático que me habían encomendado analizar. Normalmente no solía trabajar con este tipo de programas, pero al estar la mayoría de los técnicos de vacaciones o liados desentramando otros virus, al parecer, más peligrosos, me habían pasado este encargo. Llevaba dos días estrujándome la cabeza y no conseguía traspasar la primera barrera de protección. Normalmente todos los troyanos, gusanos o virus informáticos se aferraban como parásitos al sistema operativo de turno, normalmente Windows, y se aprovechan de éste para perpetrar todo tipo de fechorías, infecciones y, en el mejor de los casos, bromas pesadas.

El cabrón infeccioso no se comportaba con la lógica de los demás virus, parecía afectar directamente al hardware... Algo desde luego incomprensible y técnicamente inviable. Se conocían mutaciones defectuosas de gusanos que afectaban el firmware de discos duros y los inutilizaban, pero nunca había oído hablar de infecciones de objetos físicos.

Una cosa es alterar el programa que gestiona componentes y otra es interactuar con la materia de la que están formados estos componentes. Pero no había duda. Ante mi tenía desmontada una tarjeta gráfica extraída de su zócalo y podía ver perfectamente como la materia de la que estaba compuesta… ¡se movía! Alterando lentamente su composición de manera visible, como si su estructura  molecular estuviera siendo reordenada, reconstruida y tuviera..., vida propia. Ya sé que parece una locura, lo reconozco, pero la evidencia se contrastaba al ritmo en el que iba desmontando las piezas de mi ordenador y las colocaba nerviosamente sobre la mesa de trabajo.

La fuente de alimentación, los ventiladores, los cables de conexión, el disco duro, el ratón, el teclado y hasta el viejo monitor de tubos catódicos palpitaban con vida propia ante mis ojos. Un amasijo de tecnología, en principio inerte, comenzaba a mutar ante mis ojos, transformándose en algo nuevo y terroríficamente acojonante. A cualquier otro le hubiera dado un patatús, pero yo aprendí a templar los nervios y a mantener fija la mirada, incluso, ante el mismísimo Belcebú, en la época en la que ejercí de voluntario en los barrios marginales de La Mina, las Mil viviendas, La Barranquilla, en Sa Penya o en chabolas como las de Penamoa, entre otras. Zonas sin ley donde la vida pende de un hilo muy fino.

Y fue en muchos de esos lugares donde aprendí que la mejor manera de eliminar algo es haciéndolo cenizas... Nada mejor que un buen fuego purificador para aliviar al mundo de virus inmundos y contagiosos.

Por eso no consigo apartar la vista de la hoguera improvisada que arde ruidosamente sobre la terraza del edificio de oficinas donde trabajo, mientras se derriten y desaparecen las últimas piezas infectadas de mi viejo ordenador.

Es extraña la capacidad que, desde tiempos inmemoriales, han tenido las llamas para captar la atención del ser humano. El chirriar metálico de algo que se arrastra llega hasta mis oídos y me devuelve a la realidad. Parece ser que la infección se ha extendido a otros ordenadores del edificio. Creo que voy a necesitar ayuda para terminar con este maldito encargo…

sábado, 25 de febrero de 2012

LA CANCIÓN DEL DESIERTO. Segunda parte



Tras añadir más leña al fuego, la hoguera pareció palpitar con vida propia elevando sus llamas al cielo nocturno con la efímera pretensión de rivalizar con el mismísimo fulgor de las estrellas que iluminan el firmamento eterno.

Nio sintió la calidez de la hoguera sobre su rostro, y agradeció a los dioses que le permitiesen seguir disfrutando de estos irrepetibles momentos. Se acomodó sobre su vieja manta y se aprestó a seguir escuchando la terrible historia de Mioleh, el indiscutible héroe de estos desérticos paramos.

“-No temáis a la noche, ni os atemoricéis ante los peligros que acechan tras las oscuras dunas. No dejéis que el miedo a la oscuridad os asuste -narra con énfasis el trovador-, ya que Mioleh consiguió, solo y desamparado, derrotar a la oscuridad en su caída a las mismísimas entrañas del averno, superando, valientemente, infinidad de peligros, valiéndose únicamente de su astucia para que, en la actualidad, podamos continuar disfrutando de la luz que nos regala diariamente el astro rey.”

Las peripecias y aventuras que generó el descenso de Mioleh a los infiernos se suelen narrar en poemas específicos y en épocas muy concretas. Además, no todos los narradores conocen la historia completa de esta aventura, por lo que, a Nio, no le importó demasiado que el narrador, sentado al otro lado de la hoguera, omitiese expresamente esta parte, ni hubo, tampoco, queja alguna por parte de los demás entusiasmados oyentes.

“Cuando Mioleh llegó al fondo del abismo infernal, donde moraba la deidad oscura, Sehad, la encontró sentada en su trono real. Un trono hecho de piedras preciosas, arrancadas de las mismísimas entrañas del planeta por las almas en pena que pueblan el orco. Almas condenadas hasta el fin de los días a purgar sus pecados terrenales sirviendo bajo el yugo del señor del averno.

La luz del astro, encadenado a las raíces del árbol divino, se reflejaba sobre un trono que multiplicaba por mil la luz que incidía sobre él, generando un brillo que sobrepasaba con generosidad al del propio sol allí preso. Mioleh tuvo que taparse los ojos para no quedar cegado por el formidable resplandor que irradiaba el trono real. Rápidamente extrajo de su ajada escarcela la túnica sagrada que dicen perteneció al Ángel caído, ese que en su día, situado a la diestra del todo poderoso, tuvo la osadía de plantarle cara e intentó tratarle de igual a igual, con nefasto resultado para él…Hasta el momento.

Nio se movió rápidamente cubriendo el Sol con la túnica y, la luz, tal como había llegado, se fue. La luz desapareció dejando un espacio vacío que la oscuridad no tardó en llenar. Allí donde antes reinaba el fulgor de las partículas ahora imperaba la negrura del caos. Allí donde la luz consiguió desterrar al mal, relegándolo al ostracismo de las sombras, ahora éste recuperaba el terreno perdido y se apoderaba de nuevo de las tinieblas del averno. Pero a Mioleh no le preocupó lo más mínimo que el manto de la oscuridad se desplomase a su alrededor, acostumbrado como estaba a deambular por los desolados parajes de un desierto que, en las noches más cerradas, se confundía con el mismísimo fondo abisal del Báratro.

A tientas, Mioleh, tiró del astro, pero éste no cedió de su anclaje divino.

Sedah emitió una carcajada que hizó retumbar los mismisimos cimientos del infierno. A cualquier otro mortal se le hubiese helado la sangre, pero no a Mioleh.

- No te esfuerces mortal -de la garganta del dios de la oscuridad surgió un susurro atronador- no hay artilugio humano ni demoniaco que pueda dañar el árbol primigenio, y mucho menos que consiga cortar la más débil de sus raíces. Tu heroico viaje a llegado a su fin. Todo tu esfuerzo no ha servido para nada, y las esperanzas de tu mundo se esfuman junto con la luz que nunca volverán a ver.

- No subestimes la capacidad de superación de los humanos, recuerda que los dioses nos hicisteis a vuestra imagen y semejanza -contestó Mioleh, que parecía guardar un as en la manga.

- Tienes razón humano, por eso tendrás el privilegio de escuchar una historia que pocos mortales conocen.

"Cuando se inició el tiempo, y la madre de todos engendró a los dioses, estos deambularon por el cosmos sin un lugar al que poder llamar hogar, y sin un triste alimento que llevarse a la boca. La eternidad era un periodo demasiado largo para soportarlo con el estomago vacío, y se quejaron, por lo que la madre Gea extrajo de su vientre una semilla divina con la que Urano, el padre de todos, plantó el árbol del que florecerían los frutos con los que alimentar, por toda la eternidad, a su prole.

Llegado el momento, el padre de todos, eligió un remoto planeta situado en los confines mas alejados de una joven galaxia, para que el árbol divino echase sus raíces.

Y fue así como el planeta en el que habitas se convirtió en la despensa de los dioses. Y esa es la única razón por lo que existís los humanos, para que vuestras almas alimenten al árbol de la ambrosía… ¡El alimento divino!

Sí, mortal, ese es vuestro destino y el de vuestras almas: ¡servir de comida!”

Mioleh sonrió levemente, la simple idea de acabar sus días como abono para el maldito árbol, por muy divino que fuese, se le antojaba excesivamente macabra, así que decidió actuar. De la escarcela atada a su cintura extrajo el colmillo sagrado que el shamán de su tribu le regaló el dia que quedó huerfano. Aún recordaba como el viejo sabio, después de ingerir el jugo amargo de la planta sagrada, entró en éxtasis para vislumbrar el futuro, y fue así como, después de verlo, le susurró al oído una profecía: "llegará el dia en el que necesitarás que ésta reliquia, que perteneció al último de los dragones que custodiaban la entrada al paraíso, te salve la vida y nos libere a todos de la oscuridad". Ahora entendía el verdadero significado de la visión que tuvo el shamán.

De un golpe seco cercenó una de las delgadas raíces que sujetaban el astro rey, y entonces la tierra tembló a sus pies mientras el infierno se estremecia de dolor. El guardian de las tinieblas, Sedath, se retorcia agónicamente sobre su trono, su alma resquebrajada aullaba por el terrible sufrimiento del árbol de la eternidad, ya que él era el guardián de su destino.

Las bestias infernales que pueblan el averno corrieron a esconderse en los rincones más prufundos y oscuros, huyendo de los espantosos alaridos que el dios del mal emitía, y a medida que el lamento infernal ascendía por los diferentes niveles del inframundo, se iba modulando y adquiriendo un tono menos desgarrador, más melódico, hasta convertirse en un monótono ulular que recorrió las desérticas arenas hasta llegar a los oídos de los humanos. Ningún ser sobre la tierra recordaba haber escuchado jamás un sonido parecido. Todos los que lograban oírlo quedaban extasiados, ya que, desde el inicio de los tiempos, ningún humano había vuelto a escuchar la voz de su creador.

Mientras tanto, Mioleh luchaba por no perder el conocimiento. Los alaridos infrahumanos que emitía el dios del averno amenazaban con romperle los tímpanos y volverle loco de dolor, pero se sobrepuso como pudo y levantando el brazo armado con el colmillo draconiano lo dejó caer desesperadamente sobre la ultima raíz que sujetaba al sol, y finalmente, emitiendo un sonido hueco, la raíz se resquebrajó liberando al astro de su yugo, y éste viendose libre de ataduras se alevó por encima de las oscuras tinieblas del infierno, y fue a ocupar su sitio en el firmamento celestial.

Y de nuevo la luz del sol baño la superficie del planeta, dando paso al dia. Y desde entonces todos los seres vivos disfrutan del eterno ciclo del dia y la noche.

Cuentan que cuando el sol se pone por el horizonte y el dia deja paso a la noche se suele oír el ulular del desierto. Algunos creen que es el lamento del dios de la oscuridad en su eterno sufrimiento; y otros creen reconocer a Mioleh regresando de su aventura infernal.

sábado, 10 de diciembre de 2011

LA CANCIÓN DEL DESIERTO. Primera parte.



Nio había vivido toda su vida en la más dolorosa de las soledades. La desoladora e implacable dureza con la que el desierto golpeaba a los insensatos que osaban profanar su monótona tranquilidad, nunca había hecho mella en él, ya que, desde su más tierna infancia, se dedicó a recorrer, de un extremo a otro, las majestuosas e infinitas dunas que tapizaban el horizonte blanco y dorado que constituía ese océano de arena, del que nunca, ni por asomo, deseó salir.

Ya, de niño, solía jugar entre las patas de los camellos que en extensas e interminables hileras conformaban eternas caravanas que, cargadas de mercancías, atravesaban el desierto, un horno abrasador de día, y un infierno oscuro y gélido tras la puesta del sol. Pero, afortunadamente, entre esas dos etapas bien diferenciadas entre luz y oscuridad, solía disfrutarse de un breve periodo de temperatura ideal, durante el cual se vislumbraba la verdadera esencia de este territorio extremo, y se podía disfrutar de la desconcertante y maravillosa esencia del desierto en estado puro. La vida existente sufría una efervescencia momentánea que transformaba por unos instantes ese mundo duro y hostil en uno más benévolo, más agradable, y que permitía, si uno se detenía a escuchar atentamente, oír una canción que el desierto ululaba todos los atardeceres, justo cuando el crepúsculo iniciaba su efímero reinado. Un canto de sirenas que calaba en lo más profundo del alma, anidando en su interior y atrapando con su melodía a todos cuantos la conseguían escuchar.

Cuando el frio de la noche caía como una losa pesada y dolorosa sobre los hombros de los pocos osados que se atrevían a deambular por las áridas y ondulantes planicies desérticas de este territorio, todos los nómadas se arremolinaban alrededor de grandes y crepitantes hogueras, frente a las que acostumbraban a contar viejas historias narradas miles de veces por sus antepasados, y que se convertían en una liturgia ancestral llevada a cabo por infinidad de pueblos nómadas, consiguiendo que la tradición oral se perpetuase de generación en generación.

Había muchas historias que a Nio le encantaba escuchar, pero la que más le atraía era, sin lugar a dudas, la que llamaban “La canción del desierto”. Seguramente porque durante su breve y joven existencia había podido disfrutar, más de un atardecer, de ese ulular, un susurro que el desierto entonaba y que hipnotizaba a sus moradores.

Nio se acurrucó al calor de la hoguera y, mientras comía algo, se dispuso a escuchar de nuevo la vieja historia:

Cuenta la leyenda que, al inicio de los tiempos, cuando el sol se escondía por el horizonte y sus últimos rayos luchaban por no caer en el abismo de la noche, se solía oír, de un extremo a otro del desierto, un ligero y ululante lamento que inundaba toda la vasta y desolada extensión de arena que nos alberga.



Narran, que los lamentos que emitían los últimos rayos de sol al caer en el abismo de la noche, eran tan amargos y desgarradores que no dejaban descansar a Onaruh, el dios del cielo, y que esté se enojó tanto con el sol que, en un acto de colérica inconsciencia, típica de la prepotencia divina, lo precipitó a las profundidades más tenebrosas del averno, donde vivía Sedah, el dios de la oscuridad.


Y, aseguran, que en su caída, la luz del sol iluminó con tal fulgor las entrañas del infierno que consiguió aliviar, por unos instantes, las terribles penalidades que sufrían las almas condenadas al tormento eterno. Pero, al llegar al fondo insondable del tártaro, donde habitaba el señor del averno, el sol cegó con su luz a Sedah, que ante el dolor infinito que sintió, dejó escapar un alarido infernal que hizo temblar el cosmos y encoger de espanto el mismísimo corazón de Onaruh.

Las arenas del tiempo caían inexorables sobre estas desoladas tierras, anegándolas de desesperación y oscuridad. Igual que el eje de la tierra gira sobre sí mismo invirtiendo, de tanto en tanto, su polaridad magnética, las tinieblas del tártaro invadieron la superficie del planeta engullendo todo atisbo de luz solar, dejando la faz de la tierra en un eterno crepúsculo y, a su vez, bañando el infierno de una intensa claridad que despojaba, sin pretenderlo, a sus moradores del cruel yugo de la oscuridad.


El daño estaba hecho. La decisión de Onaruh, el dios del cielo, de acallar los gritos agónicos de los rayos solares cayendo por el abismo de la noche, había sido una total equivocación. Una decisión de la que, la divinidad, comenzaba a arrepentirse, ya que, los alaridos de dolor del dios Sedah eran insoportablemente peores que cualquier otro ruido que oídos humanos o divinos escucharon jamás.


Onaruh, reconociendo su error, se dispuso a llamar al sol para que ocupase de nuevo su puesto en el cielo, y restablecer, así, el equilibrio en este mundo de almas en pena. Pero algo impedía que el astro rey retornase de los infiernos... Sedah lo había atado a las raíces del árbol de la creación.


El dios del cielo no entendía cómo era posible que con todo su extraordinario poder no pudiera arrebatarle el astro rey al dios de la oscuridad. ¿Qué poder desconocido impedía al todopoderoso Onaruh materializar sus deseos? ¡Él era, sin lugar a dudas, el dios supremo! ¡El creador omnisciente! ¡El verbo que puso orden en el caos y luz en la oscuridad!


Sedah, siendo un dios todopoderoso, continuaba estando por debajo del dios supremo y, en un posible enfrentamiento directo, sabía que tenía las de perder frente a Onaruh; por eso utilizó toda su astucia y, sirviéndose de los retales del hilo de la vida, ató el sol a las eternas e indestructibles raíces del árbol de la vida, el que la leyenda sitúa en el jardín del paraíso celestial, y que hunde sus raíces en las profundidades mismas del infierno, para alimentarse de la esencia vital de las almas caídas.


La tragedia estaba servida. El juego eterno de las venganzas divinas escribía otro trágico capítulo que, de nuevo, hacia tambalear el destino de la humanidad, ya que sin el sol, todo rastro de vida sobre la faz del planeta corría riesgo de extinguirse.


Onaruh, viendo la estrategia de Sedah, ideó un plan divino para liberar al sol de sus ataduras. Un plan que, como casi siempre, debía realizar un osado y valiente ¡mortal!..., como si no. La idea era simple: enviar un “voluntario” a las profundidades, ahora no tan oscuras, del infierno, para cortar los eternos hilos del destino que ligaban el astro solar a las raíces del árbol de la sabiduría.


Qué humano soportaría sin pestañear el extremo calor que abrasa las profundidades del averno, se preguntó el dios del cielo. Sólo un morador de los desiertos podría soportar la soledad ardiente del inframundo. Y así es como fue elegido Mioleh, el nómada más recordado del desierto, un héroe para las tribus de estos baldíos parajes. Otro mártir humano para la causa divina.


Mioleh recibió, del dios de los cielos, instrucciones precisas sobre como descender y sobrevivir en los diferentes niveles que existen en el inframundo. También le entregó un hueso afilado, extraído de las mismísimas costillas de un dios muerto, que es el único instrumento capaz de cortar los hilos divinos que ligan al sol en su particular encierro infernal.

Las primigenias repartidoras, tejían el hilo de la vida que regía el destino de los mortales y, cuando estos caían, debido al peso de sus pecados, a las profundidades del averno, dejaban por el camino retales del hilo que sustentaba su existencia, y parte de estos retales eran recogidos por alimañas infernales que, afanosas, lo amontonaban en algún oscuro y desconocido rincón del inframundo.



- Cantan los bardos esta antigua canción: “¡Corred a ocultar a los niños! ¡Escondedlos en lo más profundo del Bayt, para que no puedan oír el ulular maldito! ¡Es la canción del desierto! -Susurran los trovadores- ¡Corred rápidamente a esconderlos, ponedlos a buen recaudo del ulular de Mioleh!, o su cantar los arrastrará junto a él... ¡Al mismísimo infierno!”



…continuará.

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